LUNES 24 DE JUNIO SOLSTICIO DE VERANO
CUARTO DÍA DE RUTINA CON CARAMELOS Y COACH
En todos los parques hay bancos solitarios, puestos ahí, seguramente para que uno se pueda sentar y parecer escondido, o sospechoso.
Y justamente ahí estaba sentado Manuel con una bolsa de caramelos.
Supe que era Manuel enseguida, llevaba una camisa de uniforme, de esos bordados con su nombre y apellido.
Caramelos de los que se compran a granel, variados, y como no se los comía pero los llevaba apretados en la mano se estaban empezando a derretir y la bolsita plástica estaba manchada.
Me senté a su lado y lo saludé:
¿Qué haces aquí?
Nada.
¿Y esa bolsa?
Es de caramelos surtidos, se están derritiendo y no se que hacer con ellos.
¿Tirarlos a la basura no sería mala idea, los boto yo?
No. Aun no puedo decidir que hacer con ellos, y además quería comérmelos.
¿Y por qué no te los comes?
Me miró por un rato. Pero no contestó.
Parecía estar en una especie de estado de parálisis, o algo así.
Miraba sin ver y sostenía la bolsita con las dos manos. Como si fuera un pájaro.
Manuel
¿Qué?
¿Te pasa algo?
Si, claro que me pasa algo, aquí me ves agarrado a una bolsa de caramelos que se derriten, es obvio que algo me está pasando.
Ya veo. ¿Puedo ayudarte?
No, solo se te ha ocurrido botar los caramelos. Eso lo podría haber hecho yo hace rato.
Aja, entonces ¿qué más podría hacer, quieres que hablemos?
¿De qué?
No sé, de los caramelos, o de ese estado extraño en el que estás.
De caramelos mejor.
Ok, de caramelos no sé mucho, la verdad, pero déjame decirte que a mí me gustan los de café con leche que se pegan en las muelas.
A mi también, pero mi padre era odontólogo.
¿Y?
Pues que consideraba los caramelos, veneno puro para las muelas.
Ya veo. Y no los comiste.
No, cuando era niño no comí caramelos, nunca. No me atrevía ni siquiera a pedirle a los amigos, menos a aceptar los que me querían brindar.
Ah, entonces por eso es que estás paralizado, compraste caramelos y ahora no te los puedes comer, por tu papá, odontólogo y todo eso…
No lo sé.
Pero los compré porque era una tienda llena de luz y colores y además olía increíblemente bien, ¿conoces la tienda?
Si.
Bueno pues no había visto nunca esa tienda.
Es nueva.
Ah. Bueno pues entré y me dieron esta bolsita vacía, y la fui llenando de caramelos. De los que más me llamaban la atención.
Casi todos son de naranja o limón, tienen forma de gajo o de rodaja de naranja o de limón.
Los conozco.
Pero se supone que no sabes de caramelos.
Sé poco, me los como, y ya. Ni siquiera me imagino cómo se hacen.
No se comen, se chupan.
Me gusta morderlos, ya te dije…
Si, los de café con leche.
Si y los de limón o de lo que sea, también.
Ya.
Bueno entonces estabas escogiendo los que mas te llamaban la atención ¿Y?
Y se me acercó la misma señorita que me dio la bolsa y me dijo:
Si compra doscientos cincuenta gramos, le regalamos una chupeta gigante como regalo por apertura.
Me gustó la idea, calculé más o menos la cantidad y fui a la caja. Pagué y me entregaron una chupeta de muchos colores grande, bastante grande, quizás hasta diría que gigante. Me aclararon que era de leche y frutas, por eso era blanca con hilos de colores variados, rojo, verde, amarillo, muy brillante todo.
Y salí de la tienda; me di cuenta entonces de que la chupeta no tenía envoltorio.
La habían sacado de una especie de conservador.
Pensé en que se derretiría, así que la chupé un par de veces.
Yo iba a decir algo simpático para animar un poco la cosa, pero me miró muy serio y me dijo:
Recuerda que yo, nunca, jamás, pero jamás he comido caramelos, pero a eso súmale que, y escucha bien, mi padre el odontólogo no permitía azúcar, salvo en su café. Así que las tortas de cumpleaños, por darte un ejemplito, las tortas de todos mis cumpleaños eran empanadas de atún, de carne o de pollo.
Y cuando iba a las fiestas de otros niños, ni se me ocurría probar lo que tuviera azúcar, y por no fallar, no comía nada que no fuera realmente salado y conocido por mí, así que en realidad no comía casi nada, pero me divertía igual. Creo.
Entonces, volvamos a la chupeta.
La chupé dos veces. Me sentí ridículo, llevaba una enorme chupeta, por el centro comercial, yo, un adulto, y la estaba chupando.
Nunca he tenido caries. Mira mis dientes, no, pero míralos bien. Impecables ¿no?
La chupeta sabía a leche y frutas, tal cual me dijeron. Era como estar bebiendo una taza de leche fría con cerezas, limón y naranja dulcísima.
Así que antes siquiera de llegar al automóvil, casi la había chupado completa.
Tenía la mano pegajosa, la cara igual, al querer sacar la llave del bolsillo me llené de azúcar la otra mano, y la bolsa y en fin todo quedó pegajoso.
Así que cuando entré en el auto, me limpié las manos lo mejor que pude y me limpié la cara mirándome en el retrovisor.
Y ahí empezó todo.
¿En el retrovisor?
No, cuando me miré.
Ah.
No era yo. En serio, no era yo. Era mi padre. Yo, era mi padre.
Me miraba con un odio y severidad tan grande que me puse a temblar, tuve como escalofríos de miedo.
No podía apartar los ojos del espejo.
Traté de decir algo, y solo me salió un ridículo: “hola”, imagínate hablarle al retrovisor en el que está tu padre y tu vas y le dices hola.
Claro que el del retrovisor me dijo “hola”
Tú entiendes que era yo ¿no?
Si. ( ¿Qué otra cosa podía decir?)
Y luego empecé a decirle que ya no importaba comer caramelos, que era de lo más normal, que las caries y yo no nos llevábamos bien, que nunca había tenido una, que él sabía eso, que nunca había comido un dulce.
Las bondades de no comer azúcar y estar delgado y en forma, mientras mis amigos sacan barriga y mis amigas mueren de hambre por las dietas.
Y lo importante que era para mí, comer caramelos, en este preciso momento, porque estoy, justamente, en un proceso en el que me estoy buscando, y hay una parte de mí, que anda un poco confundida y quizás comiendo los caramelos, pues supere alguno de los traumas que de chico podían haberse generado, o algo de orden químico por la falta de azúcar refinado.
Que si a ver vamos, pues el azúcar hace falta.
Mi padre, o sea yo en el retrovisor, hablaba pero no hubo cambio alguno, o sea, yo, que era él, seguía con odio y severidad.
Le expliqué cuánto le agradecía sus buenos consejos, el no haber sufrido los dolores y horrores de la odontología, le agradecí los baños de flúor y las clases nocturnas, diarias, del “manejo correcto del cepillo y la cepillada ideal”
Hasta le hablé del hilo dental con el que soñaba que lo ahorcaba cada vez que me hacía olerlo para que me diera cuenta de las porquerías y asquerosidades que “anidaban” en mis dientes.
¿Me sigues?
Si.
Pues bueno. Al fin dejé de mirar el retrovisor. Pero seguí diciéndole que en realidad no quería matarlo, pero la verdad era que se lo merecía por meterme tanto miedo con las caries y con los odontólogos.
Que al que más terror le tenía era a él. Que parecía que no se había enterado de que hablándome de los horrores que le hacen a uno los odontólogos, me estaba contando de su propia vida. De sus propias torturas a sus pacientes.
Pobre tu madre.
No, ella estaba de acuerdo. Se dedicaba a la política a tiempo casi completo. Mi abuela era la encargada de nosotros y no tenía ni un diente. Ni postizo. Y mi abuela le decía a todo que sí, porque según ella, el que va a la universidad lo sabe todo y no hay más que decir.
Si, a veces las abuelas tienen ideas raras.
Paradigmas amiga, son paradigmas que te pueden matar. Como las cepilladas de mi padre.
Bueno, para finalizar y decirte como llegué aquí, pues déjame decirte que pude encender el carro, con lágrimas en los ojos, muy abatido por la charla con el retrovisor, mucho.
No quería llegar a la casa en este estado, así que llegué hasta el parque y encontré este banco y me senté.
Y me di cuenta de que no podía comerme estos caramelos.
En realidad, ahora caigo en que he comido montones de caramelos a lo largo de mi vida.
Caramelos de envidia, de rabia, de trauma, de cepilladas, de política, de abuela desdentada.
En serio, me he pasado estos años comiendo caramelos virtuales de sueños de venganza, me he descubierto un terrible lado oscuro.
Y lo peor de todo, lo peor, es que mi padre es un anciano que me adora, ha perdido casi todos sus dientes y no se acuerda ni siquiera de que era odontólogo.
Ahí, se levantó, me dijo adiós, paso por la papelera, botó la bolsa de caramelos y se fué.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...