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LOS CRUJIDOS DE LOS MUEBLES

Los crujidos de los muebles cuando están dormidos son los que a veces me despiertan suavemente.

Ellos crujen, se acomodan, lo hacen quizá para quitarse de encima el polvo y el tiempo.

Porque, eso sí, los muebles viejos crujen.

¿O no?

No lo sé, aquí hay muebles antiguos, pesados y grandes.

Llenos de cajones y puertas.

De espejos

Espejos que han visto gestos, caras, vestidos, cuerpos.

Los crujidos a veces me amenazan, o no; quizás los muebles al crujir remuerden la conciencia, por eso creo que me amenazan. No sé.

Ellos crujen, y en ese momento recuerdo aquello que quiero olvidar y entonces se convierten en una amenaza, aunque sé que ellos no son los que amenazan, pero prefiero pensar que sí, que su crujido me recuerda, y yo pretendo olvidar.

Otras veces ese sonido es dulce y esperanzador; me recuerda que estoy vivo, que puedo escuchar hasta ese pequeño sonido, dice que soy tan especial, que hasta a ellos los escucho, y entonces me lleno de alegría y ese día el gozo es grande; siento que puedo salir de esta oscuridad, de este encierro.

Los crujidos de los muebles dormidos a veces me invitan a vagar en la oscuridad, pasillo y salones quietos, cortinas y alfombras llenas de sombras, perdidos color y forma parece que me siguen de acá para allá.

Voy dejando  huellas en cada paso; es como si me deslastrase del peso de cada día, en cada paso dejo peso, paso, peso, paso, peso.

Y el crujido de ellos va conmigo tocando teclas, ora de aleluya, ora de miedo, ora de remordimiento roedor y severo, ora de alegría y luces.

A veces se llena todo de miedo, puedo jurarlo, a veces no son ni míos, algunos me parecen hasta infantiles, cosas de ogros o de pesadillas, y a pesar de que ni los reconozco me lleno de pavor y no logro sacudírmelos y regresa el peso a cada paso. Paso, peso, paso.

Los crujidos a veces me los tengo que inventar porque la luna llena tiene los ruidos despiertos toda la noche, y  a mí también, pero no hay problema, puedo reproducir en mi corazón cada sonido, y además se lo pongo a éste o aquél, como si cada mueble tuviera su sonido, que yo sé que no, pero me lo invento y entonces el peso cede, y los pensamientos abandonan su intensidad.

No es que tenga insomnio, nada de eso, es que a veces, a fuerza de estar solo, olvido cortinas y puertas, y es de día, y ya dormí y ya soñé, y en el silencio de la casa, los escucho, aun duermen y juego a la noche, sobre todo los domingos que no salgo, y todo está más quieto.

Los crujidos de los muebles cuando duermen son como una clave, a veces como una pista, algo así como la pieza exacta del rompecabezas, o la palabra justa del crucigrama o la respuesta a la pregunta que se quedó colgando ayer entre mi casa y la de ellos.

Los crujidos de los muebles cuando duermen dicen la hora exacta de resolver, de hacer las cosas, hacen algo así como el trabajo de los relojes. Pero más suave, más discreto, no te persiguen como el tic tac, o el tic tic tic,  o las campanas de mentira en las iglesias.

Estoy seguro de que el crujido de los muebles al dormir le gustan más a Dios que las campanadas eléctricas, claro, cuando tiene tiempo para escuchar campanadas.

A veces, cuando los muebles crujen al dormir me pregunto si en realidad la historia de Dios es real, y entonces sucede que los crujidos me recuerdan al niño de mi niñez, al mocoso que todo lo podía.

Ese niño hablaba con Dios en un diálogo constante e intenso.

Pensé en er cura, pensando que Dios me había elegido para trabajar para él, en exclusividad, y hablé con el cura para saber cómo era el asunto, y entonces me dijo que Dios me hablaba porque yo lo conocía, que Dios andaba conmigo, que Dios en definitiva siempre estaba conmigo.

El cura se fue del pueblo. No pude preguntarle más.

En algún momento Dios se me quedó enredado en alguna esquina, en algún problema mío o de otros y ahí se quedó porque cuando hablo y hablo y hablo con Él, nadie responde, nada me dice que Él me escucha.

Cuando los muebles crujen, cuando están dormidos, no importa la hora o el momento siento que no estoy tan solo.

Cualquier otro sonido es ruido, porque ese crujido no es ruido, es como el latido de mi corazón, es una confirmación de que aun escucho más allá de mis oídos, más allá de la pesada realidad que a veces me empequeñece.

Quizás si sigo escuchando el crujir de los muebles al dormir, regrese Dios de su larga ausencia y podamos volver a conversar.

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LA NIÑA VERDE CON BOFETADA

Almira, empeñada como siempre en tener la razón, vistió a la niña con aquel horrendo vestido amarillo.
Le quedaba corto y se notaba que no era la talla correcta.
Y el color, ¡el color! El tío Marce lo llamada color hepático, y el abuelo rosado paella.
Así sería, para que dos hombres, más bien serios y poco detallistas, hubieran encontrado semejantes nombres a aquel amarillo deslucido.
Prudencia, que así se llama la niña, invento de la misma Almira, claro, decidió que era lo conveniente para la cita de la niña con su nueva escuela de señoritas.
Prudencia, escuchaba y callaba, siempre lo hacia. Era preferible eso que recibir las bofetadas histéricas de su madre.
Acepta y calla, se era el lema, claro que podía pasarse mil horas imaginando como asesinaría a su madre, o como su madre moría aplastada por una pared de la construcción de al lado. Y sonreía. Pasaría.
Totalmente convencida.
Pero hoy, un día más que importante, aun no había pasado. Y ella estaba a punto de llegar al nuevo colegio vestida como un espárrago seco.
Con todo aplastado y dos trenzas con lazos hechos, como no, con el bajo del vestido.

Sentada en el porche de la salida de la casa, se miraba en el espejo del paragüero.
No hay salida. Si de aquí allá no choca y se mata, o le da un ataque, o una araña venenosa entra en el auto y la pica dejándola quieta y dura,  si nada pasa, hoy será un día muy difícil.

Salió la madre, pletórica, le dijo:  Señorita vamos a inscribirla en la que será , su nueva vida. Vamos!

Y ahí estaba, rodeada de glamorosas o esmirriadas niñas, pero ningún espárrago como ella.

La directora pidió a la niña pasear por el inmenso jardín mientras se hacían los trámites de inscripción.
Prudencia, se sentó en una banca lejos de las demás.
Se sacó un lazo, deshizo una trenza.
Luego la otra.
Un zapato fuera. El otro.
Se sentía bien. Pero vendrían bofetadas.
De pronto recordó “las manchas imposibles”
Las de la tele.
La camisa blanca “perdida por las manchas de hierba”
Y pensó en las bofetadas.
Ya las tengo ganadas, no sé hacer trenzas.
Y entonces se sentó en la hierba, se arrastró un poquito, se volteó, miró su falda, decidió arrastrarse un poco mas, tipo tobogán.

Luego tipo cucaracha patas arriba, la croqueta, la empanizada.

Todas las revolcadas.
Unas treinta bofetadas.
¡Pero ella estaba ahora verde y risueña!

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LAS CALLES QUE SE VAN Y NO VUELVEN

JUNIO 23 SOLSTICIO DE VERANO
TERCER DIA DE RUTINA, CON CALLES QUE SE VAN Y NO VUELVEN
Y COACH

Hay calles que se van y después no regresan. En serio.

Al menos a mi me pasa.
Recorro una calle buscando algo, una tienda, una casa, una dirección y luego un tiempo después cuando quiero regresar a esa calle, ya no está.
De hecho, creo que puedo regresar a mi casa, porque he recorrido tantas veces mi calle que no se puede ir así sin más.
O sea, creo que si en algún momento la calle, como las otras, pretendiera desaparecer, pues no podría, porque justo yo voy a pasar por ella.
La uso con frecuencia, así que no puede irse sin más. Quedaría una clara evidencia y eso debe pasar también con las calles de otras personas que obviamente no se van porque por ahí pasan una y otra vez.

Me explico.
A ver si puedo realmente ponerte en mi lugar.

Te lo pongo de la siguiente forma: tengo que llevar un documento a una Oficina Oficial, ponte tu, a la oficina de impuestos, esa calle en la que esta la oficina, no puede irse. No puedo por la sencilla razón de que por esa calle, pasan muchas veces las mismas personas. Se darían cuenta y sería un verdadero caos.
¿Entiendes?
Ahora vamos al pueblo de Fos, es un pueblo con varias calles, pasaba vacaciones allí, era famoso porque decían que allí habían vivido las guerreras amazonas.
Bueno, pues en Fos, descubrí lo de las calles. Que se van y no vuelven.

Íbamos todos los otoños, cuando solamente estaban los que allí vivían todo el año y nosotros.
Alquilábamos una casa enorme, era una especie de loft campesino, un gran establo convertido en casa de un solo gran ambiente.
Olía a eucaliptos con vaca.
Qumábamos ramas de eucaliptos para tratar de borrar los montones de años en los que el lugar había sido el establo de todas las vacas del pueblo.

Teníamos bicicletas y tablas de madera para rodar por las lomas suaves y aterciopeladas.
Pero a mi lo que me gustaba era montar en la bicicleta y lanzarme calle abajo, revolviendo las hojas, veloz y encantada, dejando que el viento me helara las orejas y me hiciera llorar.

Y oler el otoño intensamente. Una combinación de hojas con pan de costra dura y chocolate de canela con jabón de Marsella y ropa limpia con borregos y trigo.

Pues como te decía, allí en Fos, cuando se acababa el paseo en bicicleta y decidía regresar, no había calle.
No quedaba rastro de ella. Nada.
Las hojas que acababa de desordenar no estaban. Solamente había pasto, o bosque.
A veces hasta pequeñas líneas de riego con sembradíos.
Claro que mi papá me decía que era el despiste.
Que no te vayas lejos nena porque te vas a perder de verdad.
Que no papá, que las calles se van y no regresan.
Mi hermano me miraba y simplemente me miraba con los ojos torcidos y decía tu estás loca hermanita.

Entonces me volví “sistemática”
O sea inventé un sistema para comprobar que era cierto.
Compre varios metros de cinta amarilla de raso y la corté en pedazos que pudiera dejar aquí y allá. Tipo lo de las migas de Hansel y Gretel.
De hecho de ahí salió la idea. Nada original, pero podría resultar efectiva.
Puse mis cintas en la cesta de la bici, salí por la puerta y tomé el camino que llevaba directamente a la plaza del pueblo.
Haría lo que más me gustaba, sin pensar en lo que podría pasar, pero por el camino iba contando: tic tac tic tac uno, tic tac tic tac dos, tic tac tic tac tres, y cuando llegaba a veinticinco paraba la bici y buscaba un poste, un árbol una planta grande y amarraba bien fuerte un buen lazo amarillo y seguía lanzada y contando tics tacs veinticinco, cinta amarrada, tic tac lazo amarillo.
Llegué a la plaza, entré a la panadería, compré una palmera con un pedazo de chocolate, para reponer las fuerzas y pedirle al señor Domingo pan viejo para las palomas.
Listo, a merendar a media mañana.
No quedaba ningún lazo.
Pero no pensaría en la calle.
Ni en esa ni en ninguna. Quizás si pensaba no se iría y necesitaba que se fuera para comprobar que las calles se van y no vuelven.
Mediodía, hora de regresar a comer.
Tomo aire, en serio traté de tener la mente en blanco pero tenía miedo de que no pasara nada,
Pero pasó.
No había calle, ni lazos amarillos. Esta vez había un campo inmenso de trigo con amapolas.
Y un enorme caballo con un hombre llevándolo a través del campo.
Decidí meterme entre el trigo con todo y bici a riesgo de que me armara un lio por atravesar el campo.
Y llegué sin aliento.

…que haces niña loca, no debes atravesar así el trigo. No está bien. Que haces. Porque lo has hecho.

Aquí había una calle a las ocho.
Yo pasé y até lazos amarillos.
La calle ahora no está.
No, ahora está el campo, quizás hubo una calle, pero igual no debes atravesar el trigo.

Pero,¿ y la calle a dónde se fue?

Qué me dices, las calles no se van a ningún sitio, las mueven.
¿Quien las mueve?

Pero,¿ qué eres tú, eres tonta?

Las calles las hacemos la gente y si hace falta se cambian y se hacen otras.
No señor, no, que aquí había una calle a las ocho de la mañana, la llené de lazos amarillos.

El hombre me miró un par de veces y siguió su camino, volteó dos o tres veces más a mirarme y se alejó.
Busqué mis cintas, busqué el camino y tuve que encontrar otro que me llevó a la casa.
Pero no era el mismo.
Claro que allí era un pueblo y se podía poner lazos, pero es que en estos tiempos, me ha pasado lo mismo en un viaje a Brujas.
Es tan bonito Brujas. Hacía mucho frío y llovía, así que Brujas era casi completamente mío.
Sus caminos de agua y sus calles estrechas bonitas, las deliciosas ventanas.
Pedí una bicicleta en la posada y aprovechando la soledad y muchos metros de encaje que compré, decidí salir y llenar alguna calle de lazos amarillos, bueno no, de encajes, pero entiéndeme, como los lazos del sistema.

Y escogí la calle principal, la que acaba en la plaza, la que no tiene posibilidad de irse porque es “La Calle” asi, con comillas y mayúsculas.

Comencé a contar tic tac uno, tic tac dos, tic tac tres y ataba encajes aquí y allá.

En vez de panadería, café hermoso, pedí chocolate y waffle con fresas y crema.
Mi mente en mi boca, saboreando la delicia y pasando el frio y la humedad.
Tanto, que casi se me olvida que debía regresar y comprobar si la calle se había ido.
Y si, claro al salir y tomar hacía la calle, había una casa estrecha, de tres pisos con ventanitas adornadas con cortinas de encaje y lazos amarillos.

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