Fue como un buceo en aguas profundamente superficiales, densas, con su propio barullo azul.
Había burbujas que advirtiendo el oxígeno y por lo tanto seguridad,así aunque sumergida, respiras, y callas.
Hasta pude palabrear en flores y circuitos. No sé explicarlo mejor, no hablé, solo palabreaba, eran palabras enredadas en las burbujas y en las ondas azules del liquido que a ratos parecía agua, a veces densa tinta, a veces nubes mojadas. Hasta en un momento estaba tan fría que parecía nieve sucia.
Entrar allí fue una decisión sin pensar. De esas que llaman impulsivas, como un suicidio de ahora para ya mismo.
Simplemente escuché de la laguna silenciosa y la fui a ver, no entendía que tenía de especial una laguna que no hace ruido, pero Yelton me advirtió que no era eso, era silenciosa, cuando estás acercándote o sentado en una de las muchas bancas del parque que rodea la laguna, el silencio es un ruido que no puedes dejar de oír.
Los oídos llegan a zumbar de tanto ruido que hace el silencio.
Y uno sabe que es la laguna sin ninguna duda. Porque hay patos y otras aves por ahí que rompen de repente el silencio, lo destrozan más bien, tanto, que saltas con un simple graznido, tanto, que tienes que taparte los oídos para que no te duelan.
Aunque te duelen lo mismo, porque el graznido se mete en los oídos y tapárselos más bien lo mantiene allí adentro.
Autor: Claudia Chacón
De pronto, cuando iba llegando, el silencio me agarrotó la garganta, empecé a sentir una especie de ahogo, traté de respirar profundo pero no pude, me dolían los pulmones, estaban como apretados de tanto silencio. Me quité la chaqueta y los zapatos, casi sin dejar de caminar hacia la orilla. Tratando de respirar y sin pensar en nada, nada, entré en la laguna que se fue haciendo profunda a cada paso, como cortar gelatina, o taparse con arena.
O entrar en el mar helado, o todo junto. Ella, la laguna, te va llevando.
Cuando entré, descubrí que era continua, pero en dimensiones, absolutamente cuánticas.
Estás dentro y la ves desde afuera, pero entré.
Hasta que me tapó el agua y empecé a pensar, y ahí fue que pensé en palabras, algo así como: azul, onda, cortar, suave, morir, silencio, despacio, aire, agua, y entre las palabras hermosas había burbujas azules y blancas que parecían repetir el palabreo, un eco de aguas, un eco de ondas.
No alucinaba, lo sé, escuché algún graznido y tuve plena conciencia del lugar y de mi cuerpo empapado…
No empapado no, hecho uno con la laguna. Cuando salí, después de mucho rato, era de noche. Afuera las farolas daban una luz tenue y tranquila, algún auto pasaba, alguna sirena lejana.
Satisfecha, muy satisfecha de aquel silencio, totalmente hecho laguna.
El punto focal.
El enfoque.
El agujero blanco.
El camino bien trazado y agendado, cada cuadrícula indicando el camino a la siguiente sin temor a la obsesión, ni a la crítica a la perfección.
Ni siquiera a la perfección misma, que es buena ella, es realmente buena, mira si no a una rosa, mira si no a una vaca, mira sino esos ojos.
Perfección.
La perfección durante el viaje.
Sin dudas.
La flecha directa al objetivo, sin distorsión.
Distraída la mente puede ir cuadrando el color allá donde lo quiera, lo requiera, lo necesite, lo desee.
Puedo sentarme en cualquier parte del camino, porque en cada cuadrícula se abre una luz de ventana a aquello que busco en ese exacto instante.
Y me permite distorsionar el pasado hasta dejarlo exactamente dónde va.
Y no hay futuro. Es tan calma la idea. Es todo hoy. Es todo aquí o allá, porque una vez en el enfoque, simplemente es. Eres. Es tan deliciosa la idea.
Sentarme o recostarme en sus mullidos puntos, en el entramado que se ve recio y seguro, sutil y perfecto para los sueños, los arrullos, las ideas.
Los intercambios, las ausencias, la noche, el insomnio, la siesta, la lluvia, la luna gorda, la luna delgadísima.
Las nubes de borrego, de jirafa, de elefante.
Puedo descolgarme de cada punto y tejer éste con aquel y aquél y con el otro y formar una hermosa cortina de cuentos para mis niños, los de siempre.
Los que vendrán.
Y hacer poesía.
Y cantar.
Y tanto más.
Es perfecta.
Es espectacular.
Es para pasarse el día mirándolo e imaginando finales:
Caídas al Finisterre monstruoso.
El cielo de mi padre, luminoso, con fados y tangos.
Y poesía, mucha poesía, en cada punto una buena frase.
Otoños y primaveras.
O el cielo de Mumba, el negrito africano que murió de sed, bañándose en un interminable mar de aguas y dulces de coco hechos por su madre, que lo acompaña en su cielo, donde a cada paso hay lo que ella quiere para su Mumba.
O el temeroso ruin que se ha llevado sueños de alguien, de algunos, por miedo, por ambición, por locura, allá al fondo sabe que le espera el calor de ¿el infierno?
O del «ya se acabó esto» y puedo dejar de ser ruin. Y ser otra cosa.
Es el final.
Y vamos a tomarnos de las manos e intentemos correr por este pasillo de enfoques y vamos a reírnos del tiempo lineal y de la física cuántica.
En realidad aún no sé por qué entré a aquella exhibición de escultura.
Pasé por delante de una calle estrecha, era mediodía, había unas mesitas en un lado, olía bien, así que entré por el olor a comida casera y la atractiva posibilidad de comer en un lugar sombreado y silencioso.
Y así fue, tal cual.
Las sillas de mimbre viejo, suaves y gastadas, limpias, muy limpias; manteles impecables, blancos y servilletas de tela.
Flores naturales, pequeñas violetas, en pequeños maceteros, ceniceros de porcelana con el nombre del local, y una camarera de largo delantal, sonriente, que cuando se paró al frente de la mesa me saludó de tal forma, que le tuve que preguntar si me conocía.
No me acuerdo de que forma o cómo lo dijo, solamente me quedó la sensación de ser una clienta de siempre.
Todo esto me gustó. Mucho.
La carta era más bien corta, pero no era temporada, así que pedí los ñoquis con mantequilla y sin queso.
Estaba aún en la etapa de considerar lácteos los quesos y la leche pero no el yogurt o la mantequilla, es como cuando un pintor anda en su época verde o realista.
Bien, pues la amable camarera me atendió divinamente hasta el café.
Justo hasta ese momento había sido perfecta. Casi de manual.
Pero junto con el café, la pequeña pastita y el terrón de azúcar envuelto en papelitos verdes, trajo un pequeño volante, y me dijo: disculpe que me atreva a invitarla a esta presentación escultórica, estamos apoyando a la galería de al lado y quizás le interese conocerla y ver la nueva exposición de dos escultoras…
No escuché más.
No solamente tenía problemas con los lácteos, eso era la punta del iceberg.
No saber bien qué venía o no de la vaca, solo formaba parte de un inmenso todo que aún no tenía forma.
Haber llegado a aquel confortable restaurante había sido encontrar una isla en ese mundo, una isla perfecta, hasta la escultura.
Hubiera podido comer, tomar café y hasta fumar virtualmente, hasta un brandy y un puro hubieran encajado perfectamente. Pero un volante de una galería y una camarera hablando de esculturas, no.
*******
Galería llamaba mi tía a su balcón trasero, al lado de la cocina, donde tenía la basura y el canario. Donde daban el resto de galerías del resto de sus vecinos, no tenían privacidad, ni la querían. ¿Para qué? Lo sabían todo de todos. Y lo que no se sabía se inventaba y normalmente, esa versión era la que se sostenía sin variaciones.
Si llegaba a variar, se le buscaba la vuelta al invento, pero jamás, jamas, se torcía la versión.
********
Y allí estaba la camarera ofreciéndome una galería.
Pero ella entró en mi mundo desenfocado y difuso, porque yo le di permiso, así que tomé el papel y sonreí. Ya sabía que ahora entraría en la galería y si lograba no perderme, esperaba al menos saber regresar al punto de partida, que en este momento, tampoco tenía muy claro.
Esa intromisión, tan simple, tan delgada como el papel y tan vacía como las palabras que ya se habían ido lejos, a mí, me habían desbarajustado el mapa. El GPS que intentaba mantenerse “en forma” a pesar de mis descalabros y pérdidas de nociones de espacio y definiciones.
Y de malditos vacíos.
Quiero aclarar que no estaba loca. No. Es solamente un momento. Una época, aunque época, puede sonar grande, esto era más sencillo, más doméstico, era más del tipo de: “algo que empieza en mí y termina en yo, y que no logro definir”
Depresión, miedos, bloqueos, frustración,… algo de todo esto, o nada de esto…
Pero déjenme regresar al restaurante, la cuenta y el volante publicitario de las esculturas.
Decía que Elizabeth y Elizabeth, se presentaban en primicia mundial, con 25 maquetas de expresión profundamente personal, una, contestataria, que reflejaba en las obras su dolor por la crisis y la otra, en una introspección profunda de la visualización de la pena que veía a su alrededor.
Puro veneno concentrado pensé, y lo dije en voz alta.
No, como dice eso, no, esa es su manera de exponerse, la de ellas, pero una vez ve y toca la obra usted seguro le dará otro tono, ¿me explico?
Dios, cielos, joder, esta mujer entra en mi cabeza y con tanto vacío como hay se aprovecha (inocentemente) y lo está llenando de tonos y toques.
Es escultura, es música, no me importa. Para que se calle, pongo un billete en la mesa, tomo el volante y me voy directo hacía la galería.
Logro conectar mi GPS y ruego porque esté cerrada, es mediodía, la gente debe comer. No estará abierto. Pero no es mediodía, porque yo haya comido, no significa que sea mediodía. Es la hora que es, la que sea y está abierta. La galería de arte está abierta, afuera estaba el afiche promocionando la exposición.
Y creo que por lo que vi en el afiche, pude permitir que dejara de importunarme el temor a que aquella novedad, llenara alguno de mis vacíos y después doliera o quedara enganchado en forma de obsesiva imagen repetitiva.
Abrí las puertas, de madera y cristales de colores, el suelo antiguo y desgastado, todos los detalles entraban en mi ocupando espacios.
Me iba a quedar atascada en aquel pasillo, estaba forrado hasta la mitad por cerámicas de volutas y círculos verdes y morados, dorados y azules, combinando perfectamente con el suelo brillante por la cera y el pulido, antiguo y desgastado por los pasos.
¡Dios, había tanto para ver y llenar vacíos!
¿Cómo sigo adelante?
Menos mal, se abren las puertas y dos chicos jóvenes, entran y su sola presencia me empuja hacia adentro, me sacan de la parálisis y ahí estoy.
Luces bonitas, una iluminación íntima pero no mucho, pedestales a alturas cómodas, se puede caminar sin tropiezos, y voy sintiendo una sensación de confort, como de sábanas limpias, nada que temer.
Hay piezas que se complementan, como toboganes y escondites para pequeños enanos.
Una cueva con ondas y surcos, que se me antoja un escondite para pensar.
Piezas encerradas en sí mismas mostrando turquesas que recuerdan al mar.
Un huevo morado, el huevo que está en el afiche y el volante, con una enorme A.
La rodeo y dice: inocencia
Y voy sintiendo que estar ahí, a pesar de que no quería, estaba bien.
Mi GPS interno me decía que todo estaba bien, que podía ver aquello sin temor.
Eran imágenes imaginadas y hechas realidad y en eso solamente había horas, manos, luz, colores, mente, corazón, nada perturbador.
Claro que solamente tendría que estar segura de que mis vacíos – malditos y dolorosos vacíos – no se cargaran con alguna de aquellas imágenes imaginadas y se volvieran obsesivas.
Pero ya estaba encantada con las piezas que se reconcentraban en ellas, piezas en las que aquellas dos Elizabeth se habían enrollado el alma y luego parecía que habían querido desenrollarlas y aquel era el resultado.
Una pieza de extraña forma, tuvo que declararme su título para saber que era una tortuga, una caparazón viva y llena de vida que había perdido su carne. Una verdadera burla a los comedores de exquisiteces. Allí estaba ella, toda caparazón y cara, toda ella mirando al sol, retadora y valiente.
Y cuando empezaba a decidir que había cumplido con la camarera y había pasado la prueba de entrar vacía y apenas llevarme en mis recuerdos el huevo de la Inocencia, justo en ese momento, un pedestal, un asa.
Digamos que lo primero que vi fue un asa, pero estaba mal puesta.
El asa estaba en una posición que no la hacía útil. Pero era un asa.
El asa de una taza. Y la taza.
El asa sirve para tomar, asir, agarrar, la taza que tiene adentro el contenido tan delicioso o mortal, tan caliente o tan frio, chocolate, manzanilla, tilo, café, licor escondido en el café, caldo regenerador. Un asa. Una taza.
No recuerdo como se llamaba la pieza. O no quise saberlo.
Estaba en un pedestal.
Puesta como si representara otra cosa, la que sea que cualquiera de las Elizabeth hubiera decidido.
Así como la ven en la imagen, así la vi, desde arriba, enredada sobre si misma, ya las otras piezas me habían hablado de lo mismo, en revueltas y laberintos anímicos.
Pero esta pieza, se unía transparente, abierta en sus enredos, sin posibilidad de trampas, con entrada y salida franca, casi incolora, podría llegar a amalgamarse en unas manos morenas y desaparecer.
Pero para que eso se cumpliera, necesitaba que la pieza estuviera bien puesta, bien colocada,
.
Y ahí estaba la obsesión del maldito vacío tratando de colarse en mi GPS, debía poder poner la pieza como realmente necesitaba yo que estuviera, para contener en ella lo que se me desbordaba a mí.
*******
Desbordar es una palabra a la que nunca le di importancia hasta que aparecieron los malditos vacíos, sonaba a que había mucha gente en la calle, a catástrofe de aguas entrando y saliendo, sin orden ni concierto, haciendo daño, haciéndose noticia.
Pero ahora “desbordar” era siniestra. Justo cuando lograba enhebrar la aguja y bordar a duras penas algunas memorias y anhelos junto con risas y alegrías, tratando de llenar los vacíos de la casi locura de meses antes, algo venía fortuito y violento y deshacía el bordado, lo “desbordaba” Todo quedaba en blanco, o en azul o en el color que quieran, todo quedaba en nada.
*******
Y entonces apareció una Elizabeth, pelo rojo y enormes ojos de binoculares y escrutadores. Movió las manos y algo me dijo, pero con las manos hizo más que con la boca y entendí que podía tomar la pieza.
Quizás ella decía tocar y sus manos decían mover, como mariposas, su boca decía palpar y sentir, sus manos recorrer y reordenar.
Sus manos al fin se recogieron y esperó.
No quedó más remedio que tomar la pieza y ponerla como iba, como va.
Como un acto sagrado para mí.
La pieza se hizo taza y el asa tuvo razones.
Y en ella cupo cada maldito vacío, y separándose en cada rincón de la pieza, cada maldición se fue separando de cada vacío y se fue llenando de posibles razones, de pocas importancias, de muchísimo espacio, de voces, de notas emotivas y pianos apasionados.
Ningún encanto, ningún desencanto, todas las realidades de cada nada estaban ahí, y aquella bendita pieza se agrandó mil veces, envolvió las brumas, las sopló, envolvió cada estúpida razón oscura, y las escondió ahí adentro, quién sabe dónde las contuvo o las desarmó, o las desbordó convirtiéndolas en hilos de colores capaces de bordarse nuevamente.
Nunca sabré como dar las gracias, porque darlas circunscribe tanta emoción a un espacio de tan pocas letras.
Gracias.
Aquella Elizabeth, la que fuera, la de las manos de mariposa, la roja o la otra, la de las turquesas, cualquiera de las dos, desde adentro deshizo entuertos dolorosos y malditos, acomodó vacíos para que ahora quepan estrellas de esperanza y de futuros más inciertos y por tanto, más perfectos.
Un asa en su taza. O una curva en su pieza. Lo que ella quiera.
Yo, egoísta, en esta nueva vida llena de magnifica incertidumbre, me agarro, me engancho sin temor en mi taza de los imposibles, sabiendo que puede contener, de contenido.
Puede transformarse y desbordarse.
Una pócima de barro. Unas manos meticulosas y rebeldes buscaban allá adentro quién sabe qué, y acá afuera, sanaron, tocaron, sonaron y desbordaron.
Maria Dolores Solé
1° de Junio del 2014
Leyenda del Afiche de la presentación de las obras:
Elizabeth & Elizabeth
Introspecciones Fusiones Miradas
Un viaje entre el interior de la fuerza de la rebeldía y el interior profundo de un alma en contemplación
Almira, empeñada como siempre en tener la razón, vistió a la niña con aquel horrendo vestido amarillo.
Le quedaba corto y se notaba que no era la talla correcta.
Y el color, ¡el color! El tío Marce lo llamada color hepático, y el abuelo rosado paella.
Así sería, para que dos hombres, más bien serios y poco detallistas, hubieran encontrado semejantes nombres a aquel amarillo deslucido.
Prudencia, que así se llama la niña, invento de la misma Almira, claro, decidió que era lo conveniente para la cita de la niña con su nueva escuela de señoritas.
Prudencia, escuchaba y callaba, siempre lo hacia. Era preferible eso que recibir las bofetadas histéricas de su madre.
Acepta y calla, se era el lema, claro que podía pasarse mil horas imaginando como asesinaría a su madre, o como su madre moría aplastada por una pared de la construcción de al lado. Y sonreía. Pasaría.
Totalmente convencida.
Pero hoy, un día más que importante, aun no había pasado. Y ella estaba a punto de llegar al nuevo colegio vestida como un espárrago seco.
Con todo aplastado y dos trenzas con lazos hechos, como no, con el bajo del vestido.
Sentada en el porche de la salida de la casa, se miraba en el espejo del paragüero.
No hay salida. Si de aquí allá no choca y se mata, o le da un ataque, o una araña venenosa entra en el auto y la pica dejándola quieta y dura, si nada pasa, hoy será un día muy difícil.
Salió la madre, pletórica, le dijo: Señorita vamos a inscribirla en la que será , su nueva vida. Vamos!
Y ahí estaba, rodeada de glamorosas o esmirriadas niñas, pero ningún espárrago como ella.
La directora pidió a la niña pasear por el inmenso jardín mientras se hacían los trámites de inscripción.
Prudencia, se sentó en una banca lejos de las demás.
Se sacó un lazo, deshizo una trenza.
Luego la otra.
Un zapato fuera. El otro.
Se sentía bien. Pero vendrían bofetadas.
De pronto recordó “las manchas imposibles”
Las de la tele.
La camisa blanca “perdida por las manchas de hierba”
Y pensó en las bofetadas.
Ya las tengo ganadas, no sé hacer trenzas.
Y entonces se sentó en la hierba, se arrastró un poquito, se volteó, miró su falda, decidió arrastrarse un poco mas, tipo tobogán.
Luego tipo cucaracha patas arriba, la croqueta, la empanizada.
Todas las revolcadas.
Unas treinta bofetadas.
¡Pero ella estaba ahora verde y risueña!
LUNES 24 DE JUNIO SOLSTICIO DE VERANO CUARTO DÍA DE RUTINA CON CARAMELOS Y COACH
En todos los parques hay bancos solitarios, puestos ahí, seguramente para que uno se pueda sentar y parecer escondido, o sospechoso.
Y justamente ahí estaba sentado Manuel con una bolsa de caramelos.
Supe que era Manuel enseguida, llevaba una camisa de uniforme, de esos bordados con su nombre y apellido.
Caramelos de los que se compran a granel, variados, y como no se los comía pero los llevaba apretados en la mano se estaban empezando a derretir y la bolsita plástica estaba manchada.
Me senté a su lado y lo saludé:
¿Qué haces aquí?
Nada.
¿Y esa bolsa?
Es de caramelos surtidos, se están derritiendo y no se que hacer con ellos.
¿Tirarlos a la basura no sería mala idea, los boto yo?
No. Aun no puedo decidir que hacer con ellos, y además quería comérmelos.
¿Y por qué no te los comes?
Me miró por un rato. Pero no contestó.
Parecía estar en una especie de estado de parálisis, o algo así.
Miraba sin ver y sostenía la bolsita con las dos manos. Como si fuera un pájaro.
Manuel
¿Qué?
¿Te pasa algo?
Si, claro que me pasa algo, aquí me ves agarrado a una bolsa de caramelos que se derriten, es obvio que algo me está pasando.
Ya veo. ¿Puedo ayudarte?
No, solo se te ha ocurrido botar los caramelos. Eso lo podría haber hecho yo hace rato.
Aja, entonces ¿qué más podría hacer, quieres que hablemos?
¿De qué?
No sé, de los caramelos, o de ese estado extraño en el que estás.
De caramelos mejor.
Ok, de caramelos no sé mucho, la verdad, pero déjame decirte que a mí me gustan los de café con leche que se pegan en las muelas.
A mi también, pero mi padre era odontólogo.
¿Y?
Pues que consideraba los caramelos, veneno puro para las muelas.
Ya veo. Y no los comiste.
No, cuando era niño no comí caramelos, nunca. No me atrevía ni siquiera a pedirle a los amigos, menos a aceptar los que me querían brindar.
Ah, entonces por eso es que estás paralizado, compraste caramelos y ahora no te los puedes comer, por tu papá, odontólogo y todo eso…
No lo sé.
Pero los compré porque era una tienda llena de luz y colores y además olía increíblemente bien, ¿conoces la tienda?
Si.
Bueno pues no había visto nunca esa tienda.
Es nueva.
Ah. Bueno pues entré y me dieron esta bolsita vacía, y la fui llenando de caramelos. De los que más me llamaban la atención.
Casi todos son de naranja o limón, tienen forma de gajo o de rodaja de naranja o de limón.
Los conozco.
Pero se supone que no sabes de caramelos.
Sé poco, me los como, y ya. Ni siquiera me imagino cómo se hacen.
No se comen, se chupan.
Me gusta morderlos, ya te dije…
Si, los de café con leche.
Si y los de limón o de lo que sea, también.
Ya.
Bueno entonces estabas escogiendo los que mas te llamaban la atención ¿Y?
Y se me acercó la misma señorita que me dio la bolsa y me dijo:
Si compra doscientos cincuenta gramos, le regalamos una chupeta gigante como regalo por apertura.
Me gustó la idea, calculé más o menos la cantidad y fui a la caja. Pagué y me entregaron una chupeta de muchos colores grande, bastante grande, quizás hasta diría que gigante. Me aclararon que era de leche y frutas, por eso era blanca con hilos de colores variados, rojo, verde, amarillo, muy brillante todo.
Y salí de la tienda; me di cuenta entonces de que la chupeta no tenía envoltorio.
La habían sacado de una especie de conservador.
Pensé en que se derretiría, así que la chupé un par de veces.
Yo iba a decir algo simpático para animar un poco la cosa, pero me miró muy serio y me dijo:
Recuerda que yo, nunca, jamás, pero jamás he comido caramelos, pero a eso súmale que, y escucha bien, mi padre el odontólogo no permitía azúcar, salvo en su café. Así que las tortas de cumpleaños, por darte un ejemplito, las tortas de todos mis cumpleaños eran empanadas de atún, de carne o de pollo.
Y cuando iba a las fiestas de otros niños, ni se me ocurría probar lo que tuviera azúcar, y por no fallar, no comía nada que no fuera realmente salado y conocido por mí, así que en realidad no comía casi nada, pero me divertía igual. Creo.
Entonces, volvamos a la chupeta.
La chupé dos veces. Me sentí ridículo, llevaba una enorme chupeta, por el centro comercial, yo, un adulto, y la estaba chupando.
Nunca he tenido caries. Mira mis dientes, no, pero míralos bien. Impecables ¿no?
La chupeta sabía a leche y frutas, tal cual me dijeron. Era como estar bebiendo una taza de leche fría con cerezas, limón y naranja dulcísima.
Así que antes siquiera de llegar al automóvil, casi la había chupado completa.
Tenía la mano pegajosa, la cara igual, al querer sacar la llave del bolsillo me llené de azúcar la otra mano, y la bolsa y en fin todo quedó pegajoso.
Así que cuando entré en el auto, me limpié las manos lo mejor que pude y me limpié la cara mirándome en el retrovisor.
Y ahí empezó todo.
¿En el retrovisor?
No, cuando me miré.
Ah.
No era yo. En serio, no era yo. Era mi padre. Yo, era mi padre.
Me miraba con un odio y severidad tan grande que me puse a temblar, tuve como escalofríos de miedo.
No podía apartar los ojos del espejo.
Traté de decir algo, y solo me salió un ridículo: “hola”, imagínate hablarle al retrovisor en el que está tu padre y tu vas y le dices hola.
Claro que el del retrovisor me dijo “hola”
Tú entiendes que era yo ¿no?
Si. ( ¿Qué otra cosa podía decir?)
Y luego empecé a decirle que ya no importaba comer caramelos, que era de lo más normal, que las caries y yo no nos llevábamos bien, que nunca había tenido una, que él sabía eso, que nunca había comido un dulce.
Las bondades de no comer azúcar y estar delgado y en forma, mientras mis amigos sacan barriga y mis amigas mueren de hambre por las dietas.
Y lo importante que era para mí, comer caramelos, en este preciso momento, porque estoy, justamente, en un proceso en el que me estoy buscando, y hay una parte de mí, que anda un poco confundida y quizás comiendo los caramelos, pues supere alguno de los traumas que de chico podían haberse generado, o algo de orden químico por la falta de azúcar refinado.
Que si a ver vamos, pues el azúcar hace falta.
Mi padre, o sea yo en el retrovisor, hablaba pero no hubo cambio alguno, o sea, yo, que era él, seguía con odio y severidad.
Le expliqué cuánto le agradecía sus buenos consejos, el no haber sufrido los dolores y horrores de la odontología, le agradecí los baños de flúor y las clases nocturnas, diarias, del “manejo correcto del cepillo y la cepillada ideal”
Hasta le hablé del hilo dental con el que soñaba que lo ahorcaba cada vez que me hacía olerlo para que me diera cuenta de las porquerías y asquerosidades que “anidaban” en mis dientes.
¿Me sigues?
Si.
Pues bueno. Al fin dejé de mirar el retrovisor. Pero seguí diciéndole que en realidad no quería matarlo, pero la verdad era que se lo merecía por meterme tanto miedo con las caries y con los odontólogos.
Que al que más terror le tenía era a él. Que parecía que no se había enterado de que hablándome de los horrores que le hacen a uno los odontólogos, me estaba contando de su propia vida. De sus propias torturas a sus pacientes.
Pobre tu madre.
No, ella estaba de acuerdo. Se dedicaba a la política a tiempo casi completo. Mi abuela era la encargada de nosotros y no tenía ni un diente. Ni postizo. Y mi abuela le decía a todo que sí, porque según ella, el que va a la universidad lo sabe todo y no hay más que decir.
Si, a veces las abuelas tienen ideas raras.
Paradigmas amiga, son paradigmas que te pueden matar. Como las cepilladas de mi padre.
Bueno, para finalizar y decirte como llegué aquí, pues déjame decirte que pude encender el carro, con lágrimas en los ojos, muy abatido por la charla con el retrovisor, mucho.
No quería llegar a la casa en este estado, así que llegué hasta el parque y encontré este banco y me senté.
Y me di cuenta de que no podía comerme estos caramelos.
En realidad, ahora caigo en que he comido montones de caramelos a lo largo de mi vida.
Caramelos de envidia, de rabia, de trauma, de cepilladas, de política, de abuela desdentada.
En serio, me he pasado estos años comiendo caramelos virtuales de sueños de venganza, me he descubierto un terrible lado oscuro.
Y lo peor de todo, lo peor, es que mi padre es un anciano que me adora, ha perdido casi todos sus dientes y no se acuerda ni siquiera de que era odontólogo.
Ahí, se levantó, me dijo adiós, paso por la papelera, botó la bolsa de caramelos y se fué.
JUNIO 23 SOLSTICIO DE VERANO TERCER DIA DE RUTINA, CON CALLES QUE SE VAN Y NO VUELVEN Y COACH
Hay calles que se van y después no regresan. En serio.
Al menos a mi me pasa.
Recorro una calle buscando algo, una tienda, una casa, una dirección y luego un tiempo después cuando quiero regresar a esa calle, ya no está.
De hecho, creo que puedo regresar a mi casa, porque he recorrido tantas veces mi calle que no se puede ir así sin más.
O sea, creo que si en algún momento la calle, como las otras, pretendiera desaparecer, pues no podría, porque justo yo voy a pasar por ella.
La uso con frecuencia, así que no puede irse sin más. Quedaría una clara evidencia y eso debe pasar también con las calles de otras personas que obviamente no se van porque por ahí pasan una y otra vez.
Me explico.
A ver si puedo realmente ponerte en mi lugar.
Te lo pongo de la siguiente forma: tengo que llevar un documento a una Oficina Oficial, ponte tu, a la oficina de impuestos, esa calle en la que esta la oficina, no puede irse. No puedo por la sencilla razón de que por esa calle, pasan muchas veces las mismas personas. Se darían cuenta y sería un verdadero caos.
¿Entiendes?
Ahora vamos al pueblo de Fos, es un pueblo con varias calles, pasaba vacaciones allí, era famoso porque decían que allí habían vivido las guerreras amazonas.
Bueno, pues en Fos, descubrí lo de las calles. Que se van y no vuelven.
Íbamos todos los otoños, cuando solamente estaban los que allí vivían todo el año y nosotros.
Alquilábamos una casa enorme, era una especie de loft campesino, un gran establo convertido en casa de un solo gran ambiente.
Olía a eucaliptos con vaca.
Qumábamos ramas de eucaliptos para tratar de borrar los montones de años en los que el lugar había sido el establo de todas las vacas del pueblo.
Teníamos bicicletas y tablas de madera para rodar por las lomas suaves y aterciopeladas.
Pero a mi lo que me gustaba era montar en la bicicleta y lanzarme calle abajo, revolviendo las hojas, veloz y encantada, dejando que el viento me helara las orejas y me hiciera llorar.
Y oler el otoño intensamente. Una combinación de hojas con pan de costra dura y chocolate de canela con jabón de Marsella y ropa limpia con borregos y trigo.
Pues como te decía, allí en Fos, cuando se acababa el paseo en bicicleta y decidía regresar, no había calle.
No quedaba rastro de ella. Nada.
Las hojas que acababa de desordenar no estaban. Solamente había pasto, o bosque.
A veces hasta pequeñas líneas de riego con sembradíos.
Claro que mi papá me decía que era el despiste.
Que no te vayas lejos nena porque te vas a perder de verdad.
Que no papá, que las calles se van y no regresan.
Mi hermano me miraba y simplemente me miraba con los ojos torcidos y decía tu estás loca hermanita.
Entonces me volví “sistemática”
O sea inventé un sistema para comprobar que era cierto.
Compre varios metros de cinta amarilla de raso y la corté en pedazos que pudiera dejar aquí y allá. Tipo lo de las migas de Hansel y Gretel.
De hecho de ahí salió la idea. Nada original, pero podría resultar efectiva.
Puse mis cintas en la cesta de la bici, salí por la puerta y tomé el camino que llevaba directamente a la plaza del pueblo.
Haría lo que más me gustaba, sin pensar en lo que podría pasar, pero por el camino iba contando: tic tac tic tac uno, tic tac tic tac dos, tic tac tic tac tres, y cuando llegaba a veinticinco paraba la bici y buscaba un poste, un árbol una planta grande y amarraba bien fuerte un buen lazo amarillo y seguía lanzada y contando tics tacs veinticinco, cinta amarrada, tic tac lazo amarillo.
Llegué a la plaza, entré a la panadería, compré una palmera con un pedazo de chocolate, para reponer las fuerzas y pedirle al señor Domingo pan viejo para las palomas.
Listo, a merendar a media mañana.
No quedaba ningún lazo.
Pero no pensaría en la calle.
Ni en esa ni en ninguna. Quizás si pensaba no se iría y necesitaba que se fuera para comprobar que las calles se van y no vuelven.
Mediodía, hora de regresar a comer.
Tomo aire, en serio traté de tener la mente en blanco pero tenía miedo de que no pasara nada,
Pero pasó.
No había calle, ni lazos amarillos. Esta vez había un campo inmenso de trigo con amapolas.
Y un enorme caballo con un hombre llevándolo a través del campo.
Decidí meterme entre el trigo con todo y bici a riesgo de que me armara un lio por atravesar el campo.
Y llegué sin aliento.
…que haces niña loca, no debes atravesar así el trigo. No está bien. Que haces. Porque lo has hecho.
Aquí había una calle a las ocho.
Yo pasé y até lazos amarillos.
La calle ahora no está.
No, ahora está el campo, quizás hubo una calle, pero igual no debes atravesar el trigo.
Pero,¿ y la calle a dónde se fue?
Qué me dices, las calles no se van a ningún sitio, las mueven.
¿Quien las mueve?
Pero,¿ qué eres tú, eres tonta?
Las calles las hacemos la gente y si hace falta se cambian y se hacen otras.
No señor, no, que aquí había una calle a las ocho de la mañana, la llené de lazos amarillos.
El hombre me miró un par de veces y siguió su camino, volteó dos o tres veces más a mirarme y se alejó.
Busqué mis cintas, busqué el camino y tuve que encontrar otro que me llevó a la casa.
Pero no era el mismo.
Claro que allí era un pueblo y se podía poner lazos, pero es que en estos tiempos, me ha pasado lo mismo en un viaje a Brujas.
Es tan bonito Brujas. Hacía mucho frío y llovía, así que Brujas era casi completamente mío.
Sus caminos de agua y sus calles estrechas bonitas, las deliciosas ventanas.
Pedí una bicicleta en la posada y aprovechando la soledad y muchos metros de encaje que compré, decidí salir y llenar alguna calle de lazos amarillos, bueno no, de encajes, pero entiéndeme, como los lazos del sistema.
Y escogí la calle principal, la que acaba en la plaza, la que no tiene posibilidad de irse porque es “La Calle” asi, con comillas y mayúsculas.
Comencé a contar tic tac uno, tic tac dos, tic tac tres y ataba encajes aquí y allá.
En vez de panadería, café hermoso, pedí chocolate y waffle con fresas y crema.
Mi mente en mi boca, saboreando la delicia y pasando el frio y la humedad.
Tanto, que casi se me olvida que debía regresar y comprobar si la calle se había ido.
Y si, claro al salir y tomar hacía la calle, había una casa estrecha, de tres pisos con ventanitas adornadas con cortinas de encaje y lazos amarillos.
Al fin después de un largo coma abro los ojos y descubro mentiras, la mayoría me las he dicho a mí misma, me las he creído y luego las he repetido a los demás.
Un largo, larguísimo río de mentiras y acciones hipócritas que se fueron sumando a otras sinceras y honestas acciones y frases.
Una mezcla extraña de ambos extremos.
¿No es así la vida de todos?
¿No es así tu vida también?
No puedo dejar de levantar la mano, culpable, pecadora, deleznable. Pero estaba en esta especie de coma al que no sé cómo llegué.
Claro que sí sé que no fue accidente ni trauma.
Tampoco fue alguien que me empujó a este estado, no, ni siquiera la vida.
Porque cuando reviso y rebobino, veo clarísimo que en realidad había que sobrevivir y parece que única forma que encontré fue vivir en ese estado.
Y desde ese punto de vista puedo ser declarada inocente.
Todo empieza cuando uno es tan pequeño, tanto, que es impensable que alguien nos cargue de tal manera el alma que terminemos por tratar de salir del ahogo y la confusión a través de una trama intrincada y delicada de falsedades y certezas.
Y vas creciendo físicamente, pero internamente no creces, para nada, te quedas atascado en esa maraña que has creado, que te impide ver tan siquiera la luz del sol cuando estás en la playa, o la frescura del rio cuando te llevan de paseo.
Pasas de un pensamiento a otro, saltas de una idea a otra pero siempre tienen que ver con escapar y salir indemne.
¿Escapar? ¿de qué?
Ni siquiera sabes.
Solo vas viendo a esos pensamientos que te llevan a brazos amorosos de príncipes rubios y fuertes, altos y románticos. Príncipes en motos rápidas que apenas te vean, flaca, cané y descangallada, igual se enamoren de ti y de un solo vistazo, sin ninguna duda te rescaten.
¿Rescate?
No, solo que te lleven, que me lleven y hagan de mi vida una cosa real y luminosa, hagan algo bueno con ella. Bueno, o perfecto, o como en las películas.
En realidad ¿qué se yo de una buena vida?
No hay referencia. Hay revistas, libros de amores difíciles o fáciles, pero no explican bien lo de vivir una vida buena.
Hasta quizás, pensaba yo, la vida confundida y enmarañada, es la vida buena.
Si a ver vamos, los pobres niños de Zambia o de Los Andes sí que lo tienen difícil.
Yo solamente tengo marañas, pero como y duermo caliente y tengo familia y estudio, o al menos tengo libros y clases. Aunque soy allí tan extraña como en mi casa.
Pero eso, es otra historia.
Y ahora, cuando despierto o salgo de ese estado, no hay lucidez, no aún, pero se que la va ha haber. Es imposible que sea de otra forma.
Tanta confusión, tanto creer en mis propias historias y las de los demás, ha dejado secuelas, un profundo cansancio y también desconfianza.
No confío en mi, tampoco en nadie.
Solo en mi príncipe, sin moto, pero rubio y severo, amoroso y honrado.
Que el corte, deshaga y ordene esta vida mía.